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Retrato de noviembre

  • Foto del escritor: Carlos Suazo
    Carlos Suazo
  • 30 nov
  • 3 Min. de lectura

Es el último día de noviembre, la fecha en que sucede algo mágico en mi ciudad. Un evento fortuito que nunca se repite, es la impresión de la vida misma desde otro ángulo; o como si alguien en algún lugar nos pintara con mucho cariño sobre un óleo; un sueño vivaz, tangible y nostálgico, que revitaliza el alma y dura un suspiro.


Ya puedo mirar cómo desde mi ventana las nubes caminan por la marquesina nueva del cielo, se han renovado los focos que iluminan el amanecer; dándole un tono brillante pero suave; una caricia luminosa que desborda la figura de las cosas en sus formas más extraordinarias.


La cocina guarda hoy un carácter envolvente y cálido, demostrándome que hasta las heridas oxidadas de la porra cafetera ganan potestad de admiración; tal como fuesen las medallas de las luchas diarias que en silencio se guardan. Abrazo a mi madre, río con mi hermana y le estrecho la mano a mi padre, a quien le atrapo en la mirada un niño alegre que juega al escondite.


Paso por el viejo mercado, donde un palomar gira y vuela hacia las escarchas de arroz que las buenas vendedoras les apartan para desayunar. Huele a tomate turgente, a tamal caliente, a gallopinto nuevo con leche agria. Todo me sabe a recuerdo, se siente que la raíz está pegada en lo profundo. Casi olvido despedirme de la viejecita milenaria de la lotería, que me alegró con la noticia de que ya terminó de hacer su casita.


Al medio día, en el camino el sol tropical hace las paces con el viento gélido, es un gusto respirar aires cargados de naturaleza que despierta y que los bulevares con sus ancestrales manadas de perros te cuidan con mucho cariño. A lo lejos veo la iglesia con su vestido blanco como si fuera novia y la ciudad entera, con su traje rayado de calles, le invita menudas reuniones, fiestas y secretos. Me detengo, cruza frente a mí el cortejo de las primeras comuniones, cuyos niños cargan velas flameantes que ablanda sus corazones; listos para adornar el altar del Santísimo.


Sin darme cuenta paso por la casa incompleta, donde a la mesa le falta siempre una pata, al techo le salen goteras como si fueran lunares y donde las puertas nunca terminan de cerrar. Allí donde guardo los malos recuerdos, los fantasmas que extraño, todo se agrupan en racimos de uvas agrias. No evito cruzar por esta calle, porque en algún lugar todo debe ser guardado, aunque sea lo malo, porque es también parte de uno.


Finalmente en la tarde, llego al parque central donde hay tantas personas, muchos los conozco y otros son rostros tan nuevos que me intriga la amplitud de este universo al que llamo ciudad. Suena la música de las marimbas a distancia, luego guitarras de caoba tocan dulces acordes mayores y un pequeño violín de talalate dialoga con una trompeta jazzera; tratando de entenderse sus dialectos tan distintos.


Pintores hacen retratos de quienes inadvertidamente se transforman en modelos desde la comodidad de las bancas, mientras un zapatero filosofa con un profesor sobre la naturaleza humana, los niños corren entre las torres de los árboles y un gran perfume de azahar cubre el ambiente. De tanto en tanto, baila un poco de matanza o de son nica una pareja de ancianos que descubrieran la belleza de un nuevo día, en especial de este.


Ya muy caída la tarde que amo cuando las familias caminan entre las sombras trémulas de las hojas; abrigándose cada vez más, las proyectas figuras giran sobre un pequeño rincón del paisaje, donde un joven tembloroso lee un poema a su amada, con ojos cristalizados que alumbran cada signo y con voz inmadura que sigue declamando. Ella le confiesa su amor en un entrecejo dulce, un semblante transparente y una risa nerviosa que delata que cada verso ha llegado al punto exacto de su alma. Todo sucede hoy, las guerras del tedio se terminan y en el beso de los novios empieza el big bang otra vez.


Despunta el arte, las ciencias, la fe, el misterio, hoy bajo la luna de plata y las luces de tungsteno; esperando a conservarse por la eternidad; lo cual no podrá ser aún, pero que en mi corazón guardaré este último día de noviembre esperando volver a verlo, sino, que dicha la mía de estar vivo.



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